Es cierto que al mundo venimos solos y que nos iremos en un estado similar, pero en el medio nos cruzaremos con miles de personas, individuos que necesariamente nos afectarán de una u otra manera, que nos irán moldeando, que sacarán lo mejor y lo peor de nosotros, que dejarán huellas indelebles y cicatrices inolvidables. En definitiva, en este paso por el mundo no estamos solos, y es por eso que nos constituimos como sujetos, sujetos sociales que conviven, o al menos sobreviven junto a otros. Y está en nuestra esencia, el ser humano no se diferenciaría demasiado de otro ser vivo sino fuera que ES porque ES CON OTROS, y “ser con otros” es igualmente posible sólo porque tenemos este tesoro extraordinario en el cual nos conformamos y del cual nos vamos apropiando al tiempo que transformamos: el lenguaje.Por su parte, este “ser con otros” nos tienta permanentemente a juzgar los actos del otro sobre bases tan poco firmes como inciertas. Desconocemos la mochila que cada uno carga sobre sus hombros y sin embargo, ahí estamos, siempre listos para sentenciar o darle el visto bueno a cómo los sujetos que nos rodean determinan sus rumbos. Tomar decisiones es inherente al ser humano, y lo hacemos teniendo todo un bagaje cultural de trasfondo, lleno de experiencias únicas e irrepetibles, lleno de valores y principios que cada uno supo adquirir en su camino.
Algunas decisiones hacen que nuestra vida tenga momentos bisagra, un antes y un después, y esas son decisiones que también contribuyen a constituirnos como sujetos, al hacernos responsables de nuestros destinos. Ahora bien, existe toda otra serie de circunstancias que hacen que nuestro rumbo cambie de dirección por razones que nos son totalmente externas y por tanto incontrolables. Nadie está exento de esto último, no somos más que devenires en un devenir más general, y no tenemos más opción que ponerle pecho firme a lo que nos toca y continuar, y seguir viviendo cada instante al máximo, como si fuera el último...porque algún día lo será.
“Polvo eres y en polvo te convertirás” cita con precisión la Biblia, nuestro destino es fatal, miremos por donde miremos. En esta afirmación no existe el bien ni el mal, éstos no son más que conceptos moralmente definidos, pero la moral no es más que un estándar creado por la sociedad para garantizar cierto orden, un orden íntimamente relacionado con el “deber ser”. Entonces, ¿Quiénes somos para juzgar?, y lo que es peor, fundamentar nuestros juicios en post del bien y el mal, como si fueran determinaciones trascendentales e inamovibles creadas por algún ente superior? No, la moral la creamos nosotros y no es otra cosa que reflexiones preestablecidas sobre lo bueno y lo malo. Pero la mayoría tenemos la capacidad de deliberar sobre lo bueno y lo malo y no necesariamente concluir en el bien y el mal de la sociedad. Es necesario reconocer que, aunque el fantasma del “deber ser” nos aceche por todos lados, cada uno esta atravesado por sus propias vivencias y evalúa su vida de acuerdo a ellas.
De todas formas, prescindir de la moral no implica que todo se convierta en un caos, que no nos tenga que importar nada, al contrario, demanda un esfuerzo mayor que el de someternos a un modelo preestablecido, requiere de un trabajo reflexivo que no todos los individuos estamos dispuestos a hacer. Si nos manejamos moralmente, siempre existe la posibilidad de excusar nuestros actos o juicios en nombre de estos parámetros trascendentales. Si nos guiamos según nuestros propios criterios, asumimos toda la responsabilidad de nuestras acciones y de nuestros juicios. En última instancia, es preferible equivocarnos por nuestros propios medios, que tener razón por un punto de vista impuesto.
Por su parte, la moral es algo que está creado para funcionar en cierto orden, en cierta armonía, basta que ocurra algo que nos descoloque los esquemas para tirar estos principios del más allá por la borda. Vivimos planeando, programando, calculando, aún siendo conscientes de que nuestra existencia no depende de nosotros. Aún así continuamos queriendo tener todo bajo control, y si algo se nos va de las manos, desesperamos, entramos en crisis, y hasta colapsamos. Y esto sucede porque aquello por lo que delineamos parte de nuestro rumbo, nunca nos fue realmente propio, sino que fue instituido desde el primer día.
Lo mismo ocurre con lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, al mejor estilo platónico ¿Por qué tu ideal tiene que ser mi ideal?, y más específicamente, ¿Por qué debería tener un ideal después de todo? Como si viviésemos una realidad única e inamovible, como si existiera un modelo a seguir para cada caso presumiendo que un momento puede ser similar a otro. Se encuentran tantas realidades como personas en el mundo, y si bien construimos una realidad en común para garantizar cierta convivencia, un punto de vista jamás será igual a otro, ya que un “ser en el mundo” será siempre diferente a otro “ser en el mundo”. Y en definitiva eso es lo maravilloso de la vida, lo extraordinario de la existencia, el sabernos diferentes y el aprender a afirmarnos en esa diferencia, sin ser esclavos ni tiranos. Vivimos inmersos, atravesados y rodeados por flujos de fuerzas, energía, sentimientos, emociones, y en fin, toda una serie de detalles de lo más imperceptible, que sin embargo nos afectan y transforman en nuestra cotidianeidad.
Todo es parte del juego de la vida, juego que no está exento de sus reglas pero cuyo estandarte es el azar y nuestra voluntad de enfrentarlo. Nietzsche nos aconsejaría: “Que el universo no tiene finalidad, que no hay finalidades que esperar ni causas que conocer, esta es la certeza para jugar bien.”