Hay momentos en los que se siente que una ola de angustia inunda todo el cuerpo. Sucede algunos segundos, y como llega se va, pero algo queda, esa pesadez de haber cargado algo contra voluntad, esa incertidumbre de no saber qué o por qué ocurrió. Es que en ese momento, una avalancha de pensamientos y sentimientos se mimetizan bajo aquella gran y única sensación de agobio. Cronológicamente es casi instantáneo, pero el alma no habla el lenguaje de Cronos, sino el de Aion, y este es el tiempo de lo infinito y de lo fugaz, del aquí y del ahora, un tiempo intensivo que no accede a la mente sino al espíritu.
La angustia que hace segundos y en segundos revolucionaba todo el ser desaparece y se esconde, dejando detrás un incómodo malestar como secuela. Allá arriba, la razón lucha con todas sus armas para desentrañar y hacer consciente esa maraña que hace instantes nos asediaba. Inútil es el intento, patética la imagen de querer atosigar a aquello que se encuentra en otro nivel, que no se enfrenta con más arma que la verdad, esa que desconocemos, esa que de a momentos nos hace tambalear para que la reconozcamos. Y mientras nuestra maquina mental funciona a miles de revoluciones por segundo tratando de controlar cada movimiento, el espíritu, en un único y armonioso destello inmortal, hace estallar lo inconcebible y reflejarlo en cada célula del cuerpo…estremeciéndonos como en un oscuro callejón sin salida.
Este tipo de situaciones nos exige detenernos a pensar que muchas veces vivimos automatizados, pasando por alto lo esencial precisamente por considerarlo una obviedad: somos una unidad, y en unidad tendemos a la multiplicidad. En nuestro ser convergen alma, cuerpo y mente, todos con esquemas y niveles de funcionamientos distintos, antagónicos, dispares. De nosotros depende hacer conscientes esta unidad y asimilar su multiplicidad siempre esquiva, siempre creativa, nunca armoniosa, nunca concluida.
1 comentarios:
(prometo tener un chiste al alcance de la mano la próxima vez que te asalte la angustia...).
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